jueves, 23 de julio de 2009

Malditos Fusiles....Carlos Echeverry Ramirez(Colombia-Canada)





Carlos Echeverry Ramirez
Reservados Todos los derechos de Autor ante CIPO y WIPO

fitofeliz@hotmail.com

Fragmento de: Nuestros perros ladran en el libro de Compartiendo Alboradas

ISBN: 978-148939757119

Y mientras escuchábamos Carmina Burana, los perros volvieron a ladrar en forma desconocida.

-¡Dios mío, otra vez los hombres armados!

Me dije, mientras caminaba la larga distancia de la sala, con sus hamacas, a la entrada de la casa.

Decidido y sin arma alguna abrí la puerta.

¡Qué gran sorpresa me llevé!

Allí estaba una anciana cuyo aspecto me era conocido.

Con cabello blanco, nariz aguileña, ojos grises y mirada inquisidora.

A pesar de lo tarde de la noche y de su mirada, la cual me puso muy nervioso, amablemente la saludé y le pregunté:

-¿Señora, en qué puedo ayudarla?

¡Muchísimo!, Señor Cato, contestó con voz segura.

-¿Me permite entrar en su casa?, dijo muy pausada.

Al escuchar mi nombre me asusté.

-¿Cómo lo sabe?, me pregunté.

Por cortesía y respeto a su edad le contesté:

-Bien pueda, pase usted señora.

-¿En qué le puedo servir?

Le pregunté como habitualmente lo hago con toda la gente que conocía bien.

Después de sentarse en la sala se ensimismó y poco a poco empezó a mirar bien y con atención todos los rincones de la casa llenos de flores y en forma especial las orquídeas y azucenas que colgaban del techo.

En forma muy digna y apenada fue jalando su sencilla falda y cubrió bien las esqueléticas rodillas de su ya extenuado cuerpo.

Le ofrecí un café, los perros más tranquilos dejaron de ladrar. Después me excusé y fui a la cocina y cuando regresé con el café preparado Catalina, mi esposa, que ya había salido de la habitación al escuchar la algarabía de los perros, a esas horas no esperadas, estaba conversando respetuosamente con la anciana. Con curiosidad y mientras ponía el azúcar en su café le pregunté:

-Señora, ¿en qué podemos ayudarla?

La anciana, ahora con orgullo y mirando fijamente, me respondió:

Quiero que conozca Señor Cato, que yo soy la mamá de María… La mujer que sufrió un accidente con usted.

Vengo a decirle lo siguiente:

El dinero que esos hombres armados le robaron

¡Jamás tuvo mi consentimiento!

Yo nunca supe de ello, ni María tampoco.

Nosotras dos, ¡No somos así!

Las únicas mujeres de la casa, ¡No hubiéramos aceptado ese chantaje!

¡Porque un accidente es un accidente!

Y usted no tuvo la culpa de lo que pasó ese día.

Esas son cosas que trae la vida y hay que tomarlas y aceptarlas así.

La anciana respirando profundo tomó otro sorbo de café, despacio y con la mirada penetrante recorrió lentamente toda la casa, sus rincones y sus plantas epífitas, mientras yo intrigado la observaba.

Finalmente suspirando y con una larga exclamación dijo:

¡Ah… Señor Cato!, para ese tipo de accidentes los ricos nunca pierden. Para eso tienen sus compañías de seguros.

-Perdón señora, yo no soy un hombre rico, ni creo que algún día llegue a serlo, no me interesa.

La señora de forma extraña empezó a decir unas frases incoherentes que me dejaron aterrado.

-Y que midiosito santo no me castigue por maldecir.

Yo nunca he querido ni he aceptado la moral de ese demonio maldito llamado en estos tiempos modernos ¡el dólar!

Ese dólar maldito que tanto daño ha causado a nuestros pueblos con esa cultura de Satanás. Dólar del diablo, dólar maldito, maldito sea.

Yo sólo venía a pedirle algo muy especial y sencillo a ustedes dos.

Y no sé si usted pueda y quiera.

Pero... como nosotros, ¡no tenemos una máquina de coser!

Pensamos María y yo que usted, entre sus amigos ricos y conocidos, quizás me puedan ayudar a conseguir una maquinita de coser a un precio cómodo.

Señor Cato, y ¿por qué no?, y ¡mejor!

¡Que me la vendan para pagarla a placitos! ¡Así no le debo favores a nadie!

-Yo me quedé aterrado y estupefacto con lo escuchado y sugerido por la digna anciana de ojos grises.

Mientras salía de la grave perturbación de revivir todo lo pasado en esa amarga y dolorosa experiencia del accidente y el terror que sentí cada segundo que estuve recogiendo a María en el lugar del accidente y luego en el hospital y después con los hombres armados listos para asesinarme respiré profundo dos veces, me fui al baño para orinar y después al regresar me serví un trago de whisky doble.

Así, impávido, y todavía sin creer lo escuchado, le pregunté a la señora anciana -dígame señora, ¿María cómo está?

Después de un contagioso y largo silencio, mientras la anciana se concentraba mirando todo a su alrededor, las niñas de sus ojos se le escapaban entusiasmadas, contentas y llenas de alegre vida otra vez y, tal vez, como en los años felices de su remota infancia en un pueblo de esos del oriente de la Antioquia grande.

La digna anciana con sus huesudas manos se arreglaba, de nuevo, el largo de la falda, para respondernos pausadamente y muy serena, dando fabulosos brincos entusiasmados en la expresión de sus ojos, ahora, de niña pura.

-María está muy feliz.

-¡Es todo lo que les puedo decir!

Y se quedó de nuevo unos interminables segundos en silencio esta vez mirando al Tao, mi perro favorito.

-¡Sí, Sí, María está ¡muy feliz! ¡Muy feliz!

Sorpresivamente dijo: -Señor Cato y usted señora Catalina, me duele mucho lo que les tengo que contar, pero... Si supieran cómo recuerdo aquella noche...

Y la señora se quedó en silencio ensimismada otra vez y yo más sorprendido cada instante que pasaba con esta anciana extraña. Por lo mismo y sin pena alguna y al escuchar lo narrado, le pregunte:

-¿Cuál noche? Haber Señora por favor... cuéntenos.

-Esa noche aquella, larga e inolvidable noche, en que mi querida hijita perdió su bebé.

Era una noche bella de luna llena, y qué bien que la recuerdo.

Era una noche muy extraña también, porque ese día las cigarras cantaron como locas y en todas las horas de la tarde.

Ese día y como cosa extraña me sentía muy sola. La noche y los vientos de ese amanecer eran tibios y húmedos, normalmente son fríos y secos, también había bello trinar de pájaros y en la aurora la atmósfera olía a mango dulce y recuerdo muy bien, como si fuera hoy, cuando María me despertó.

-¡Mamá, Mamá!, esas palabras y lamentos de un llamado de hija a la media noche y como si esas voces angustiadas y lamentos que parecían eternos en esos instantes fueran nacidos de esa misma oscuridad, y como la brisa que me acariciaba me causaron una angustia enorme y un pánico y miedo que nunca había sentido.

La anciana para de hablar. Catalina y yo la mirábamos con el Alfredo, todos aterrados con el relato, ella miraba de vez en cuando las azucenas y orquídeas que cuelgan del techo de la sala.
Hace una pausa, nos mira y luego continúa el relato.

-Sí, a las tres de la mañana, más o menos, escuché:

¡Mamá! ¡mamá, por amor a Dios, por favor ayúdeme!

Asustada corrí donde ella, llegué donde estaba, y la vi entre las sombras y en la penumbra de la noche con la tenue luz de la luna que entraba por la ventanita del cuarto.

Allí la encontré tratando de levantarse de la cama y apretándose desesperada el vientre con las dos manos.

Yo con mi experiencia de todos estos años vividos y con siete hijos muy bien paridos pensé...

¡Ay! ¡Mi pobre hija va a perder el bebé! Y más corrí hacia ella.

Después, apoyándose en mi brazo y con Juan sosteniéndola por el otro, logramos salir del rancho caminando a través del patio para llevarla a la letrina. Teníamos a la luna iluminándonos y quizás como único testigo.

-Mi vida, mi amor, tranquila aguanta, ya todo pasará. Le decía yo cariñosamente. Cuando de un momento a otro...

¡Ay Dios mío! ¡Dios mío!, se le vino el fetico en medio de una gran hemorragia, ella, muy valiente, valiente y no sé cómo hizo, lo alcanzó a agarrar antes que cayera al piso.

La anciana levantándose de la silla camina un poco y nos explica todo lo sucedido esa noche por medio de gestos con las manos y angustiosos cambios de expresiones en la cara.

-Ella, María, mi hija, mi primera hija, lo alcanzó a coger entre sus piernas con sus delicadas manos y segundos más tarde, llorando a gritos al infinito en medio del dolor que sentía me dijo con sus palabras entrecortadas y convertidas en la dulce brisa de aquella apacible noche:

-¡Mamita! ¡Mamita!, tráeme ya y rápido el trapito de satín blanco y la toallita tricolor que tengo en el nochero.

Yo, una anciana ya...

¡Míreme! mírenme todos, Señor Cato y Señora Catalina, me llené de ¡dolor, sí de dolor, de dolor!, y llorando, llorando con un dolor de madre desconocido para mí hasta ese día y hasta ese entonces de todos mis largos días de esta amarga vida, y sintiendo el dolor infinito de mi hija, regresé corriendo rapidito con la luz de la luna al rancho.

Adentro prendí la única vela que nos quedaba.

Y sacando el trapito de satín blanco y la toallita y con ellos en mis manos, estas manos, que usted puede mirar bien, ya cansadas de dar ejemplo de trabajo a todo el mundo, regresé a la carrera otra vez, donde mi hija María estaba y llevaba también en la totuma un poco de agua fresca con azúcar.

Al llegar me senté junto a ella y se recostó junto a mí, luego se lo di a beber con mis propias manos.

Llorando desconsolada mi pobre hija tomó el trapito blanco y la toallita, luego despacito, muy despacito, envolvió con toda su ternura y amor infinito el fetico ensangrentado con ellos.

Lo abrazó largos segundos junto a su pecho mientras lloraba desconsolada y miraba desafiante hacia la luna.

-La señora nos clava la mirada de sus ojos grises, y me dice:

No sé, de dónde, Señor Cato, hoy en día todavía me pregunto:

¿De dónde?, y con esa hemorragia que tenía y que mostraba la sangre en la batola de dormir mi hija.

Yo me pregunto a mis años de ¿dónde sacó la fuerza? ¿De dónde sacó esas fuerzas increíbles para caminar como una leona herida toda esa distancia, que hay desde el rancho… hasta el Jardín Comunitario?

Allá en ese lugar apacible del Jardín Comunitario, con sus propias manos y las uñas llenas de sangre, cavó con una de ellas un hueco en la tierra de unos veinte centímetros de profundidad; mientras sostenía en la otra, su fetico ensangrentado envuelto en el trapito blanco y la toallita tricolor.

Ella, mi hija, esa leona herida, con movimientos llenos de ternura y dolor sin límites, fue llevando lentamente el feto a su pecho por última vez en su vida.

Allí, en su pecho, con los pezones bellos, crecidos y tristes; esperándolo inútilmente para siempre, y observándolo todo, como testigos mudos e impotentes de su dolor ante el mundo. Allá, en el Jardín Comunitario, ella, mi María, lo abrazó largos instantes con todas sus fuerzas, y luego dando un envolvente e interminable grito celestial a todo este mundo invadido por la maldita violencia lo empezó a depositar muy despacito, muy despacito en la muy negra y siempre fértil tierra de estas majestuosas montañas y valles de la cruel y triste Colombia, mientras gritaba enfurecida a la luna y al universo su desgracia y su dolor.

Con el fetico ya puesto en la tierra lo empezó a tapar lentamente con sus manos mientras lo observaba y lo guardaba para siempre en su alma, mientras poco a poco la imagen desaparecía de este mundo por la tierra que ella iba poniendo encima.

De esta forma lo cubrió poco a poco con la negra noche y siempre grata tierra. Mientras seguía llorando desconsolada y mirando ahora como mujer y más desafiante que nunca, a su alrededor, a la luna y al triste mundo.

Yo la dejé por unos minutos y cuando regresé con más agua con azúcar en la mismita totuma me decía en medio de imparables sollozos -que me hicieron pensar que mi María se me había vuelto loca-.

-¡Mamá!, ¡Mamá!

¡Ya veraz cuando crezca!,


¡Será un hombre bueno y siempre útil a la comunidad!

¡Será un hombre que ayude a todo el mundo!, ¡sin egoísmos!

¡Será un hombre de Paz!

Abrazándola muy duro, y con todas mis fuerzas y sin encontrar la ternura y el amor suficientes en este infeliz y desgraciado mundo para calmar su dolor logré sacar de la inmensa rabia, frustración y odio que sentía en esos instantes para escasamente también decirle en medio de mi llanto y llena de nuevo coraje:

-¡Mija, mi vida!, tus lágrimas ya humedecieron para siempre la tierra que el hombre nuevo en Colombia y Latinoamérica necesita para crecer.


-¡Vamos, vida mía!, ¡vamos a dormir!

-Te lo suplico, María ¡ven mi vida!

No me respondía, era sólo sollozos.

Continua....


Barcelona - España

Octubre 7 de 1998

©2005-2013Carlos Echeverry Ramírez

COLOMBIA


www.carlosecheverryramirez.org


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