La Concha de
Oro
Fragmento 1
©2008-2017 Carlos Echeverry Ramírez---Colombia
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Para ellas dos, a la orilla del rio…
Desde antes de nacer, ya estaba predestinada a ser una desgraciada
en este mundo.
En mi ciudad natal, un pueblo grande a orillas del Paraná en
el litoral Argentino, se celebraba la boda del año. Era el día más importante
para mis padres, familiares y sus amigos que se encontraban presenciando un
hecho histórico en la iglesia catedral. Pero antes de ser un acontecimiento de
alegría y festejo, se convirtió en un terrorífico recuerdo que se quedó grabado
en la memoria colectiva de todos los que allí estaban presentes.
Las comadres
desocupadas y chismosas del pueblo todavía hoy, cuarenta años después, recuerdan segundo a segundo cómo sucedió
todo aquello. Siguen a cada momento del
día creando y recreando rumores y especulando las razones por las cuales
pasó lo que tenía que pasar.
Mi abuela Herta, la madre de mi padre, llegó a la iglesia
enfurecida y con el diablo dentro. Para sorpresa y asombro de todos los
presentes, rastrillaba por el suelo los
machetes que llevaba en cada mano sacando chispas que iluminaban sus pasos acelerados.
Entre murmullos, blasfemias y chirridos, caminaba desde la puerta principal de
la iglesia hasta el atrio profiriendo insultos y amenazas si se llevaba a cabo
el enlace matrimonial entre mi padre y mi madre.
Todos corrían aterrorizados y despavoridos al ver pasar a mi
abuela por su lado. Ella iba llena de celos porque mi madre se casaba con
su único hijo varón entre dos mujeres
que tuvo en vida la desdichada. Estaba hecha un manojo de nervios y, con los
ojos inyectados de sangre por la ira que la consumía, amenazó al obispo, al
cura y al sacristán que ayudaban en la ceremonia.
La iglesia catedral quedó vacía en unos instantes que
parecieron eternos. Solo quedaron mi
padre, Evaristo, su mejor amigo de infancia y padrino de boda, y mi abuela Herta. Todos los invitados y
curiosos habían salido corriendo
mientras llegaba la policía para llevarse a mi abuela presa. Días
después fue ingresada en el manicomio municipal y al cabo de los años,
excomulgada por la iglesia local obedeciendo las órdenes del Santo Papa y el
Vaticano.
Estos hechos fueron el escándalo del año. Sin embargo, el
amor entre mis padres pudo más que los celos de mi abuela y estos terminaron
casándose en la más absoluta intimidad un día cualquiera a las seis y treinta
de la mañana ante el párroco del pueblo vecino, donde Evaristo y su mujer
Sacristana actuaron de padrinos. Después desayunaron juntos y brindaron con
tazas de café por la felicidad y el amor eterno. A los pocos meses mi padre
embaraza a mi madre y fruto de ese amor nació la mujer que hoy les narra estos hechos.
Quiero que conozcan una historia cargada de contradicciones que ha marcado el
devenir de mi incierto destino. No dejo de pensar que esa impronta del pasado
caló profundamente en la familia y que la desgracia recayó sobre mí desde el
momento en que mi abuela maldijo el enlace.
De todos los hombres que he conocido hasta hoy, en mi
madurez, ninguno me ha hecho feliz. De
todos me he ido desilusionado al comienzo o al final, pero mis relaciones nunca
han sido estables y mucho menos duraderas. Ni el dinero ni el estatus
socio-económico, ni mucho menos la sexualidad o el erotismo han logrado atarme.
Mis relaciones, puedo decir, han sido un
grandísimo fracaso y hoy me tienen al borde de no saber qué hacer o esperar de
la vida. Pienso y repienso cada paso que doy. Me angustia mi futuro. Me
horroriza la vejez cuando me pregunto
por qué a mis cuarenta y cinco años aún no tengo en quién confiar a parte de un par de amigas
que sienten más envidia que admiración por mí.
Debo comentarles que soy rubia, alta, (175 cmt) voluptuosa y
sensual, culta e inteligente. Los hombres me miran, admiran y persiguen donde quiera que vaya.
Desde los más jóvenes hasta los más viejos han sentido un
magnetismo hacia mi presencia y para ninguno he pasado desapercibida. Es más,
ninguno me había dicho NO hasta que conocí ese maldito hombre que cambio mi vida.
Yo, creyendo que me las sabía todas cuando le dije en broma dos o tres
veces: “a mi ningún hombre me ha rechazado” él se quedaba callado y apenas sonreía. La última vez que le dije
esa frase y que sonrió le pregunté:
-Darío: ¿Por qué te ríes siempre que digo esto?
Él me contestó lleno
de ternura: -“¿Ningún hombre te ha dicho
que no en la vida? Amor, espera con calma que muy pronto te va a llegar ese
hombre”.- Y se quedó en silencio una vez más. Cambiamos de tema y nunca más
volvimos a hablar de esas palabras y su
significado.
Hoy, recordando la relación con Darío, pienso que lo más
extraño en ella era la coincidencia de edades entre mi padre y él. Me llevaba
la misma edad que mi padre llevaba a mi madre y, en la forma de ser, se
parecían mucho: callados, observadores, racionales, de una aproximación
científica al analizar los hechos cotidianos y de una ternura y una alegría sin
límites que me descontrolaba. Eran tan
parecidos…
Nos conocimos por internet a través de los chats de
contactos. Ese día me encontraba muy aburrida y, justo cuando iba a cerrar el
chat, entró un chico aparentemente divertido que vivía en Norteamérica. Allí,
en ese país donde existe el dinero pero no la solidaridad ni la risa.
Como especialista que soy en el estudio del hombre, quedé
fascinada con su espontaneidad y coherencia de discurso. Me gustó escucharlo y
sobre todo me gustó la forma en cómo me hacía reír con las historias que
contaba.
Poco a poco, lo que empezó siendo un entretenimiento de un
rato en un día y una noche, se convirtió en un ritual cotidiano cuando
terminaba mis labores en el centro de investigación donde trabajaba. Lo mejor
de todo era que estaba descubriendo que me gustaba cada día más charlar con él
y verlo a través de la cámara con esa naturalidad que le caracterizaba; dueño
de una seguridad en él mismo que nunca había encontrado en otro hombre.
Así, sin darme cuenta
me fui involucrando en su vida y fui
perdiendo el control de mi parte emocional. Me dejé llevar por su mundo, sus
ilusiones, sus sueños y grandes proyectos de vida. Pero al mismo tiempo y con
mucho sigilo para que él no lo descubriese, seguía manteniendo conversaciones y
diálogos con otros hombres a través del chat. Intentaba descubrir qué era lo
que yo realmente quería pues todos los hombres me ofrecían prácticamente lo
mismo. Es decir, un proyecto de vida
para formar una familia. Pero yo,
viniendo de una familia un tanto particular y sobre todo disfuncional, no me
animaba tampoco por las dolorosas experiencias vividas.
Al año de esas conversaciones por internet con mi querido Darío, un día me dijo: -“Quiero conocerte personalmente, quiero que esto sea
una realidad. Que algún día conozcas mi familia, mi ambiente y mi mundo. Quiero
compartir muchas cosas contigo”.
Eso me tomo por sorpresa y no podía creerle, pero me lo dijo tan seguro de sí que me dejé llevar por la curiosidad y un par
de semanas después me mandó los tiquetes de avión y me tiré a la aventura con
los únicos veinte dólares que tenía en la cartera.
Creí en ese hombre porque en aquel momento, y todavía hoy,
tenía la certeza que no me fallaría nunca. Estaba segura que me esperaría en el
aeropuerto…
Recordando los dramáticos hechos acontecidos en la iglesia
catedral por mi abuela Herta el día del
matrimonio de mis padres, debo comentar que mi abuela fue una mujer muy
difícil, amargada y conflictiva. Decía ser de origen alemán, aunque yo a veces
lo pongo en duda, porque muchos rusos emigraron tras la segunda guerra mundial
estableciéndose en diferentes zonas de
Sur América para no ser identificados de comunistas o ateos.
Herta nunca habló de su pasado, y mucho menos de su infancia.
Era una mujer hermética, extremadamente católica, estricta y celosa de
su vida personal y familiar. Según se supo, había nacido en la Alsacia. Parece
que desde niña siempre mostró mucho recelo hacia lo diferente. Rechazaba a los
indios y negros y a todo aquel que no
fuera de ojos azules y rubios como ella.
Mi abuelo paterno Dieter, el esposo de mi loca abuela Herta,
había nacido en Francia en la región de Bretaña. Era corpulento y bien parecido
de enormes ojos color marrón, tan expresivos que reflejaban la bondad de su
carácter. Venía de una familia de campesinos
afortunados que tenían grandes tierras en la Bretaña y se dedicaban a la
crianza de animales vacunos y la producción de leche y quesos. Cuando terminó
la guerra, viendo la desolación y
sintiendo el terror de sus devastadores efectos, decidió emigrar a la Argentina
con su título de ingeniero agrónomo y unos cuantos francos que tenía ahorrados
por aquel entonces. Se estableció en el litoral del Paraná y alcanzó a
comprar unos terrenos para trabajarlos
duramente. Cerca de ahí vivía ella, mi abuela,
y un día de tantos que trae la vida, se conocieron y meses más tarde
terminaron casándose.
Mi madre era hija de una india Mapuche –que vivía entre los límites de Chile y Argentina- y de
un italiano de la región de Friuly al norte de Italia, que llegó también después de la segunda
guerra mundial con muy pocas mudas de ropa.
Una mano delante y otra atrás y
deseos de emprender una nueva vida. Tocaba el violín magistralmente desde niño
y tenía estudios terciarios de música.
Su conocimiento musical le facilitó
una rápida integración en la nueva comunidad y pueblo de mi abuela. Trabajaba
duro dando clases en el conservatorio de
la ciudad y clases particulares a los hijos de los ricos, comerciantes y
empresarios. Así logró formar parte de
las principales orquestas de cámara y de la sinfónica del litoral, y de cuando
en cuando, daba algún que otro concierto.
Mis abuelos Inés y Pietro, se conocieron cuando mi abuela
apenas contaba con dieciocho años de
edad. Ella acudía por primera vez a un concierto de música clásica y los
nervios la delataban. Por casualidad, se cruzó por los pasillos del teatro con
mi abuelo y tropezaron. Las partituras cayeron lenta y desordenadamente al suelo. Mi abuelo, que sostenía su preciado
violín no dejaba de mirar perplejo la exuberancia y belleza de esa mujer
indígena mientras recogía con parsimonia y franca sonrisa todos sus portafolios
revueltos.
Entre conciertos de música y bambalinas, él era el primer violín que acompañado de su voz aterciopelada de tenor, llenaba armoniosamente
los espacios de las salas donde se
presentaban los conciertos. A partir de ese primer encuentro, mi abuela no
faltó un solo día a las siguientes actuaciones de mi abuelo. Fue un amor a
primera vista. Pocos meses después de las amables caminatas por la costanera de
la Setúbal hasta el final de los puentes, por fin juntos los dos, decidieron casarse y construir la casa donde siempre vivieron.
En esa casa nació mi
madre a quien mi abuelo siempre llamaba con ternura y amor infinito “Mi
Princesa Mapuche”. Ella siempre se lo creyó y creció sintiéndose una
verdadera princesa orgullosa como nadie de sus orígenes indígenas y de
ilimitada belleza exótica, mezcla de Mapuche e italiano. Mis abuelos se
preocuparon al máximo de su educación y lograron hacer de ella una de las
primeras mujeres mapuches que saliera graduada de la universidad del litoral
como bióloga. Lo mismo fue con mi querido tío Constantino reconocido médico en
el país.
La historia de cómo se conocieron mi padre y mi madre, fue en uno de esos calurosos veranos del
pueblo mientras mi abuelo Pietro tocaba el violín. Todos se encontraban en casa y cada uno en sus
aposentos. Mi abuelo estaba en el salón principal dando musicalidad al
silencio, y mi madre se encontraba en la habitación bordando. De cuando en
cuando levantaba la vista para observar por la ventana el vuelo sostenido de un
colibrí. Absorta en sus pensamientos y con el deleite musical de fondo,
notó sorpresivamente la presencia de
alguien en la vereda que se asomó a la misma ventana para escuchar las melodías que salían desde
la casa. Extrañada y un poco turbada
por el atrevimiento del desconocido,
corrió a asomarse, no sin antes pensar que podría tratarse de un ladrón.
Así y todo, insistió en querer averiguar qué quería aquel hombre. Apoyada en el
quicio de su ventana y haciendo un esfuerzo para apartar la enredadera que
cubría parte del enrejado, advirtió a un hombre aproximadamente veinte años
mayor que ella. De buena presencia, facciones finas, no muy alto con pelo y ojos negros. Amplia sonrisa y
dentadura perfecta que con melodiosa voz
y acento casi extranjero le dijo:
_“Señorita, perdone la intromisión y si en algún momento la
he asustado, pero no pude resistirme a escuchar la música que sale desde su
ventana, podría usted decirme quién toca
esa maravillosa pieza de
Paganini?”
Ella como siempre desconfiada le respondió - ¿Y usted cómo sabe que esa música es de
Paganini?
Él, esbozando una tímida sonrisa respondió – “Es que me encanta. Yo también toco esa
melodía desde niño”. Y aprovechando la
ocasión se dirigió nuevamente a ella y le espetó:
_“Señorita, con el
máximo respeto que usted y los suyos merecen, me gustaría preguntarle si cabe
la posibilidad de pasar a su casa para escuchar con deleite tan preciada obra.
Es la primera vez que la escucho tan bien interpretada en muchos años.”
Aquel hombre, ahora más extraño y enigmático que nunca,
empezó a interesarle por reconocer al compositor de la melodía que tocaba su
padre. Se puso nerviosa, pero sorprendida respondió:
_”Espere un momento, por favor”.
Salió caminando de prisa sin mirar atrás, cruzó la
puerta y se dirigió hacia la izquierda.
Ya en el salón frente a su padre, interrumpe diciendo: “Papá; fuera en la
vereda, sobre la avenida, hay un hombre preguntando a través de la ventana si puede entrar a escucharte tocar el violín”.
El abuelo Pietro preguntó: _¿Pero quién es? ¿Qué desea? Aléjate de la ventana, ya voy yo.
Al entrar mi padre se disculpó por la interrupción tan
abrupta e inesperada. Se presentó muy
discretamente haciendo una reverencia y entregando sombrero, paraguas y gabán a
la mucama; _“Sebastián Ducreut es mi nombre, señor”. Se sentó con calma y
seriamente se dispuso a conversar con mi abuelo acerca de la música. Le
felicitó y al mismo tiempo le comentó que él también tocaba el violín. Mi
abuelo, fascinado con el caballero que impertinentemente supo romper su momento
mágico de ensayo, y deleitarle con la conversación decidió ofrecerle amablemente el violín, su bien más
preciado, para que le demostrara su capacidad. Cuenta mi madre que mi padre se
levantó de un salto del sillón y que con sumo respeto rechazó la oferta que le
hacía mi abuelo.
_“Señor, no puedo aceptar su invitación. No me creo
merecedor de tanta confianza. Un violín es sagrado para un verdadero
violinista. Nadie puede tocarlo”. Al parecer, mi abuelo siguió insistiendo y mi
padre se vio casi obligado a darle gusto. Cuidadosamente lo fue poniendo a tono
afinando cada cuerda. Le pasó la cera al arco y empezó a tocar unas melodías de
Bach.
Mi abuelo Pietro, fascinado, miraba extrañado al hombre
que tocaba el violín mejor que él.
Segundos más tarde, cuando terminó de
interpretar las sonatas mi abuelo se levantó y le dio la mano. Inmediatamente
se dirigió a mi madre y le ordenó ofrecerle un café con tortitas al invitado.
Ese día charlaron por horas y horas. Al final se quedó a cenar con ellos y así fue como aquel hombre entró en casa de
mis abuelos maternos y se quedó para siempre. Habitó todos sus espacios y
conquistó el amor de mi madre.
.. Desde ese día mi madre, la princesa mapuche, no tuvo más
ojos, aliento y vida que para ese hombre
que, meses más tarde, sería mi padre Sebastián.
Pareciera como si hubieran estado
predestinados a estar juntos para siempre. Nunca más se separaron. Todo
era alegría y amor, algarabía y disfrute. No tuvieron problemas. Todo se
trataba de común acuerdo entre ellos. Mi madre tomaba la iniciativa de las
cosas, hablaba y proponía que debía hacerse. Él solo escuchaba y al final,
decidía o insinuaba que era lo más adecuado en el momento y de acuerdo a la
circunstancia.
Él tenía una visión micro y macro de las cosas, de los
hechos y de la vida. Ella lo escuchaba con atención, respeto y admiración
porque muy pocas veces se equivocaba. A
ninguno de los dos le importó la diferencia de edad.
Mi abuelo pensaba y deseaba de corazón, que el hombre que se
casara con “su princesa mapuche” tenía que ser un hombre muy sabio que lo
hubiera vivido todo y que la tratara no como una princesa sino como a una reina. Afortunadamente así
vivió mi madre siempre hasta el día de la temprana desaparición de mi padre. A
partir de ahí, nuestra vida se volvió un caos. En casa ya no había un orden
establecido y las normas se flexibilizaron demasiado. Mi madre se volcó en su
trabajo de bióloga para disimular la
tristeza y todo cambió.
Después de la muerte
de mi padre a mis catorce años, todavía hoy, no he dejado de sufrir una soledad
y un vacío inmenso que no tengo cómo describir. Pasé la adolescencia en
pequeños grupos de amigos y logré entrar a la universidad.
En la soledad del mundo académico empecé a
conocer la realidad de la vida y a darme cuenta como son las cosas en este desgraciado mundo
aceptando que solo viene a sufrir desde que murió mi padre.
De departamento en departamento, de cama en cama, de hotel
en hotel con diferentes hombres que no
han hecho sino mentirme y engañarme. De desengaño en desengaño he ido
descubriendo que todos ellos sólo han sido proyecciones y sombras de unos
sueños inalcanzables. Hombres que no sabían y nunca sabrán para donde van ni
que es lo que quieren con sus vidas y menos con las de los otros.
……
Ahora mirando con retrospectiva, no me explico cómo he
logrado sobreponerme a todos estos años. Al entrar en la Universidad del
Litoral creía ingenuamente, que mi vida sería más fácil, que todo
cambiaría. Que lograría entablar
amistades con mis compañeros y profesores, y que poco a poco se iría mitigando
esa sensación de soledad y tristeza que
invadía mí día a día. Pero lo único que encontré por aquel entonces, fue
adulación y admiración por parte de los
hombres. Un respaldo ficticio que me
hacía sentir la mujer más deseada por unos pero al mismo tiempo más odiada
por otras. Mi figura de mujer sensual,
de cuerpo casi perfecto y con una mente privilegiada, era lo que unos y otras
deseaban de alguna manera.
Notaba el malestar que producía mi presencia entre mis
compañeras cuando me acercaba por los pasillos en dirección al aula. Sus
murmullos, codazos y miradas denotaban la envidia que les producía verme
caminar con aparente seguridad. Ya dentro del aula las cosas eran diferentes.
Los hombres se giraban y me daban un vistazo de arriba abajo, me sonreían y solícitos
saludaban preguntando dónde me quería sentar aquella mañana, si en las filas de
delante, el centro o atrás. Ellas, mantenían el tipo para no delatarse delante
de los compañeros y procuraban ser un poco agradables. Entre nosotras sabíamos
que yo podía ser una amenaza. Fue
así como aprendí a derrochar simpatía
para ganarme el cariño y la amistad de los chicos. Empecé a tomar consciencia que mi belleza iba
a ser un obstáculo para mi desarrollo personal
pero no quería renunciar a lo que estaba descubriendo: la Erótica del
Poder. Sí, ese poder que lo consigue
todo, que no se amedrenta ante nada y que una vez lo utilizas ya no hay vuelta
atrás. Mi cuerpo se convirtió en un
templo de placer y dolor. Placer para quienes profanaban en las grietas
de mis heridas, y dolor para mí que sollozaba en silencio cada vez que pactaba
con el diablo.
Continua…
©2008-2017 Carlos
Echeverry Ramírez ----Colombia-Canada
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